viernes, 31 de octubre de 2014

REVISTA VUELO DE CUERVOS Nº1 "ESPECIAL HALLOWEEN"






Por fin llegó el día, el momento que estábamos masticando desde hace más de 4 meses.
Mi enhorabuena a todos los que habéis participado con ilusión y esfuerzo. Con amor por lo que hacéis y dedicación. Ha sido genial trabajar con todos y cada uno de vosotros. Pero esto no quedará aquí; se plantean proyectos futuros y nuevos números que si a bien lo queréis formarán parte nuevamente en este pequeño nido.
Os dejo los enlaces de la lista de música que a preparado Laura Clemente así como los vídeos de American Horror Story; ya que la revista no permite crear vínculos de dirección.

Y como no, el enlace a LA REVISTA, ¡QUE LA DISFRUTÉIS!





DESCARGA AQUÍ LA REVISTA CON DROPBOX .
DESCARGA AQUÍ LA REVISTA CON MEGAUPLOAD.(IMPRESCINDIBLE TENER LA APP PARA MÓVIL).



9 Órbitas Concéntricas y Eléctricas


AHS – Murder House


AHS – Asylum


AHS – Coven


AHS – Freak Show









miércoles, 16 de julio de 2014

CÓMO ATRAPAR UN HADA (FRANCISCO COSTALES)

Hoy os traemos un nuevo autor, del que catalogamos su manera de escribir como, apasionante.

Para todos nosotros siempre es agradable dar la bienvenida a un autor nuevo que confía en poder emprender esta marcha a nuestro lado, confiándonos sus obras, y su ilusión y es por eso que estamos agradecidos y deseosos de hacer cosas grandes y bonitas con cada uno de ellos.

Os dejamos una breve descripcion de Francisco, BIENVENIDO COMPAÑERO:


"Nació en 1985 en Gijón, Asturias, y desde muy pequeño empezó a devorar todo libro que cayera en sus manos, lo que le arrastró a una espiral de perdición: de los cuentos a las historias de mitología y leyendas, de ahí a la fantasía heróica, la novela histórica, los juegos de rol y la literatura de terror, y después a intentar crear sus propias historias. Actualmente se dedica a la (nada) lucrativa profesión de guía turístico en paro y a aburrir a cualquiera que quiera escucharle."


CÓMO ATRAPAR UN HADA

No sé cómo comenzó la conversación, ni quién tuvo la idea de capturar al hada. A estas alturas, ya da igual.

Sí recuerdo que era una noche de verano, cálida y plagada de mosquitos; recuerdo que los tres estábamos sentados alrededor de unas cervezas en el porche del único bar de aquel pequeño pueblo, donde siempre acabábamos pasando las vacaciones aunque, era el lugar más aburrido del mundo. Liam había traído un antiguo libro sobre hadas y otros seres que había encontrado hurgando en el desván de la casa de sus abuelos, y nos lo estábamos pasando de mano en mano, señalando los párrafos que nos llamaban la atención o haciendo bromas sobre alguna ilustración especialmente rara, con esa mezcla de incredulidad y temor reverencial que se da en presencia de algo antiguo y misterioso. Fue entonces cuando llegamos al capítulo dedicado a los rituales: invocaciones, exorcismos, ataduras: todo lo necesario para imponer la voluntad del hombre sobre las fuerzas del mundo feerico. Fue entonces cuando Stephen recordó una  historia que había oído hacía tiempo, que  decía que acostarse con un hada era una experiencia tan embriagadora que hacía que todos los demás placeres del mundo se volviesen grises e insulsos en comparación.

La conversación siguió por otros derroteros, las botellas de cerveza vacías se multiplicaron sobre nuestra mesa. El libro estaba entre ellas, abierto en la página del ritual de atadura, y la historia de Stephen, con sus promesas de lujuria, flotaba en el aire como humo.

Y entonces cometimos el peor error de nuestras vidas. Decidimos poner el ritual a prueba.

Encontramos el sitio perfecto en un lauredal que crecía a las afueras del pueblo, lejos de las casas y de la carretera. Allí, bajo el anzuelo de hueso de la luna, rodeados del susurro de las hojas, trazamos los símbolos arcanos sobre la tierra y recitamos en alto las plegarias.

No ocurrió nada. Ninguna ráfaga de viento, ningún sonido de ultratumba, ninguno de los signos que aparecen en los libros y las películas para señalar que se habían despertado fuerzas sobrenaturales. Los tres nos miramos, sintiéndonos un poco ridículos y volvimos a nuestras casas, acordando reunirnos allí  a la medianoche siguiente, tal y como indicaba el libro.
A la noche siguiente, antes de ir al lauredal, nos encontramos en el bar, para templar con alcohol y bromas la sensación de haber hecho el pardillo. Ni por un momento se nos ocurrió comentar la posibilidad de que el ritual hubiese tenido éxito ¡Claro que no! Aquello eran patrañas. Pero aun así había una extraña inquietud en el ambiente; nos reíamos con demasiada fuerza, engullíamos nuestras bebidas con demasiada ansia, como si quisiéramos acallar algo que nos  atemorizaba.

Fuimos al lauredal entre tropezones, apoyándonos unos en otros y riendo a carcajadas… hasta que llegamos al claro del ritual y nos quedamos mudos de asombro.

Habíamos atrapado a un hada.

No parecía un hada en absoluto. No tenía nada de especial ni de mágico a primera vista: Llevaba una chaqueta hecha jirones con las palabras “Sanatorio mental de Brichester” estampadas en la espalda, su largo cabello negro estaba desgreñado y lleno de hojas, y nos miraba con una expresión aturdida en sus ojos amarillentos. Pero parecía incapaz de salir del círculo mágico que habíamos dibujado la noche anterior, y cuando Stephen la roció con limaduras de hierro, ella gritó y su piel desnuda enrojeció y se cubrió de sarpullidos.
Teníamos a nuestra hada, entonces. Lo impensable había ocurrido. Y algo diabólico empezó a adueñarse de nosotros. La historia de Stephen daba vueltas y vueltas en nuestras cabezas embotadas por el alcohol mientras nos mirábamos, sonrientes, y empezamos a caminar hacia ella…

El libro, sin embargo, no nos había advertido sobre dos detalles muy a tener en cuenta: el primero, que capturado no es sinónimo de indefenso. Y el segundo, que las hadas están llenas de trucos. Ésta no necesitó de hechizos sofisticados ni ningún tipo de magia.

Le bastó con los anzuelos entrelazados en su cabello y sus dientes de cristal roto.

Cuando hubo acabado con nosotros, tomó de cada uno varios trofeos, para que recordásemos que no se debía jugar con lo que no se comprendía. Liam y Stephen no sobrevivieron a aquello, yo no tuve tanta suerte.

Se llevó mis ojos. Se llevó mi lengua. Se llevó mi cordura. Se llevó mis noches de sueño.


Nunca olvidaré la lección. Nunca podría. Todas las noches, cuando los demás pacientes duermen y nadie puede oírme gritar, ella viene a recordármela. Se tumba a mi lado y canta a mi oído durante toda la noche.

jueves, 10 de julio de 2014

ENTREVISTA A J.J. LUCAS ESCRITOR DE RENAISSANCE

J.J. LUCAS Y NUESTRO ENTREVISTADOR AITOR HERAS RODRÍGUEZ.

En el año 2023 un virus surgido de la nada arrasó la supremacía del ser humano en la Tierra. En apenas unas horas, el denominado virus “Verónica” se convierte en pandemia y muta a los seres humanos de forma salvaje. Un pequeño grupo de supervivientes permanecen fortificados y aislados en un área próxima a la ciudad de Nueva York, bajo el mando del coronel Newseth. 

Han pasado los años y la situación parece ya irreversible, pero el hallazgo de Thomas, que ha sobrevivido junto a su familia durante cinco años escondido en una solitaria granja, cambiará para siempre el porvenir de los supervivientes y, quizá, el de toda la raza humana.

Renaissance, La caída de los hombres es una novela de zombies aún más sofisticada de lo acostumbrado, donde aparecen aspectos tan actuales como la ecología o la posibilidad terrorífica de una pandemia que en apenas un solo día acabe con casi toda la humanidad.

"Primeramente agradecerle a J.J. Lucas el lujazo de haber disfrutado de esta entrevista en su compañía, arropados por una persona con una gran humanidad y humildad, la entrevista se nos hizo corta y esperamos que en las sucesivo nos pueda conceder de nuevo unos minutos más de su tiempo para volver a hablar de lo que más nos gusta a todos nosotros, escribir."

Pregunta: Lo primero de todo, ¿qué significa para ti la literatura?

J. J. Lucas: ¿La literatura para mí? Para mí es lo que quiero que sea mi trabajo. Y no te voy a decir lo típico de que es un campo en el que todo el mundo se puede expresar, porque ya hay demasiada gente que se expresa en el mundo de la literatura, y yo creo que sobran, o sobramos, no lo sé, bastantes autores, y creo que la literatura, tristemente, hoy por hoy, se está convirtiendo en un negocio. Y eso es para mí la literatura.

P: ¿Quién es J. J. Lucas?
JJL: J. J. Lucas es un fanático, un friki con las letras en grande, con letras de neón y explotando, que ha leído desde muy pequeño literatura que no era para niños, que ha visto cine que no era para niños, y que, al cabo del tiempo, todo eso, me ha ayudado a convertirme en autor, que es lo que estoy persiguiendo.

P: ¿Qué relación tienes con internet o las redes sociales?
JJL: Internet lo tengo como un medio a la hora de escribir fundamental, sin el cual no sé cómo los autores han podido sobrevivir todos estos siglos de atrás. Y las redes sociales lo tengo, pues como… empecé con ello de una forma obligada para la difusión del libro, pero luego te encuentras con gente que de otra manera no la habrías conocido, y la verdad es que te alegras, y lo tengo bastante activo, las cuentas de las redes sociales, precisamente por eso, porque te encuentras a gente interesante que quizá… tu vecino, la persona con la que tienes roce físico, no podrías conocer. Algo que es curioso porque es justo lo que se achaca a las redes sociales, que lo que hace es alejarte de la gente. Y a mí, sin embargo, me está acercando.

P: ¿Cómo y cuándo te iniciaste en la escritura?
JJL: Con nueve años. Con nueve años comencé a escribir un libro, sobre una leyenda escocesa, del año mil quinientos o mil seiscientos, y llegué a escribir bastantes páginas, pero bueno, lo dejé. A esa edad eres un niño, lo dejé, y la verdad es que siempre había tenido esa espinita clavada y mira, al final me ha salido bien.

P: ¿Hubo algo o alguien en especial que te impulsaran a escribir?
JJL: Sí, dos nombres. Uno es Arthur C. Clarke, que he leído libros suyos, y con llegar a ser la milésima parte de lo bueno que era él, me conformaría. Y luego, me ha encantado siempre la obra tanto, digamos, en el miso rollo, K. Dick, siempre le he idolatrado. Luego autores así, de, quizás, españoles, me ha encantado Delibes, me ha encantado Ortega y Gasset, me ha encantado Pío Baroja. Siempre he leído mucho, y ellos entre todos, porque creo que las influencias no deben hacerte escritor, sino que tú debes aportar algo más, como hicieron ellos. Si no, para eso, ya están ellos.

P: Ya que mencionas que has sido un gran lector, ¿qué esperas, como lector, en una novela o relato corto?
JJL: Más que lo que espero, es lo que no espero. Lo que no quiero es que me engañen, eso es lo que no me gusta. No me gusta que me engañen, que me vendan grandes faustos detrás de grandes editoriales, y que luego se esconda, dentro de un nombre lleno, un relato vacío. Eso es lo peor, eso es lo que no soporto y creo que, además, los lectores es lo que deberían mirar más, “No me hagas esto” a “quiero esto”, porque cuando te enfrentas a un libro no sabes a lo que te enfrentas.

P: ¿Qué importancia crees que tienen los premios en la vida de un escritor?
JJL: Ninguna. Ninguna importancia.

P: Y para ti, entiendo que no son importantes.
JJL: Para nada. El premio es que alguien a quien no conoces, a quien no has visto en tu vida, compre un libro tuyo y diga que le ha gustado. Eso es el verdadero mérito. Los premios, al fin y al cabo… Yo no he presentado nunca un relato mío a ningún premio, yo sabía que valía para la literatura

P: Me gustaría que me hablases de tus gustos literarios e influencias. Ya me has comentado algo de Phillip K. Dick, Arthur C. Clarke, los grandes maestros de la ciencia ficción.
JJL: Richard Matheson, Cormack McCarthy, “La carretera”, son libros que a mí me han ayudado mucho. Y autores que, quizá, no sean tan conocidos, pero que son buenos, pues como pueda ser en España Víctor Blázquez, el enorme Víctor Blázquez que tenemos, o, en su día, otros autores que no han sido reconocidos, que no se conocen, como Alberto Muñoz, que era un fenomenal escritor, pero bueno… Me ha influenciado todo tipo de cine y literatura, no sabría decirte tampoco, realmente, “este o el otro”.

P: ¿Qué sientes al tener en la mano tu propio libro?
JJL: Es extraño. Es extraño. Es extraño porque nunca piensas que una idea tuya, que tú crees que es buena, evidentemente, la propia autocomplacencia del ser humano, nunca piensas que eso le pueda llegar a importar a alguien. Y cuando ves que sí, es como… lo dirán muchos, es como tener una criatura hecha por ti.

P: Por lo que me ha comentado, entiendo que te ha gustado leer desde siempre, no eres un lector tardío.
JJL: No, no, no, desde siempre. De hecho, en el colegio, cuando decían “leed tal libro”, yo ya lo había leído, y al final me decían que leyera yo el que quisiera. Pues, por ejemplo, en el instituto, en mi primer año, presenté un trabajo sobre “2001: Odisea en el espacio”, cuando los demás estaban leyendo “Azules contra grises”.

P: Hay editoriales que afirman que ahora se lee mucho menos que antes. ¿Crees que esto es cierto?
JJL: No. Lo que pasa es que está más diversificado. Hay demasiados… Ten en cuenta que la literatura es, ahora mismo, el sector con más intrusismo del mundo. Escriben… Para cocinar, cocinan cocineros. Ejercer la judicatura, la ejercen abogados. Escribir, escribe prácticamente todo el mundo, toreros, periodistas, futbolistas, Belén Esteban, y seres humanos en general.

P: ¿Cómo crees que han influido las nuevas tecnologías en el mundo editorial?
JJL: Bueno, pues el e-book es un recurso más, además en la época en la que estamos, de crisis económica, porque son mucho más baratos. El problema es que al lector le gusta el “efecto trofeo”. Tener el libro. En un libro se puede guardar una fotografía, se puede apuntar algo bonito, algo que es para ti mismo. El e-book… A un libro no le afectan los virus, no se borra.

P: Pero eso en cuanto el lector. ¿Y en cuanto y a lo que es el propio mundo editorial?
JJL: Pues, el mundo editorial lo ignoro, no soy editor. Pero a la hora de escribir es fundamental por el tema consultas, distancias de escenarios reales. Yo, por ejemplo, soy un escritor que me esfuerzo en leer cosas de física. Lo que hago, por ejemplo, si un francotirador dispara una bala a kilómetro y medio, la bala tiene que sonar, tiene que llegar a los dos segundos exactos. Para eso sí ayuda.

P: ¿Qué es lo que más te gusta de ser escritor?
JJL: Estar delante del ordenador. Me siento grande, viajo donde quiero, y no tengo miedo delante del ordenador. Soy yo quien manda y… pero no soy yo quien manda, como muchos autores, en eso no estoy de acuerdo, es que yo juego a ser Dios. Yo soy un instrumento. Para mí la historia ya está escrita, a mí me llevan los personajes a las situaciones, y no al revés. Por eso, considero que no es realmente un escritor aquel que ya tiene la idea preconcebida porque eso es ser un contador de historias, que no es lo mismo que ser escritor.

P: ¿Qué esperas conseguir en el mundo literario?
JLL: Sé que es difícil, prácticamente imposible, pero quiero vivir de ello. Eso es lo que espero, vivir de ello. Además hay muchos autores que “nooo…”. Realmente lo que quieres es vivir de esto, porque es lo que me gusta y lo que más me apasiona y es lo que mejor sé hacer. No hay nada, otro ámbito de la vida, que sepa hacer mejor que escribir.

P: ¿Y cómo persona, qué esperas conseguir?
JLL: Enriquecerme. Enriquecerme siempre, conocer gente, vivir  experiencias, que es, al fin y al cabo, de lo que están formadas de las personas.

P: ¿Qué consideras que es, dentro de la literatura, el éxito?
JLL: Un instrumento que, bien utilizado, te puede ayudar, pero que, mal usado, te va a arruinar seguro.

P: ¿Cuál es tu opinión acerca del momento del mundo editorial, si es que tienes alguna?
JLL: Tengo la opinión de que hay demasiado. Se hace demasiado, se ha convertido demasiado en una industria de dinero, en la que no tiene cabida grandes autores, y no hablo de mí. Conozco a grandes autores que no han podido hacer nada, porque hay otros que están copando el sitio que les correspondería. Algo muy típico en este país.

P: Tú crees que en el futuro se publicará sólo en internet?
JLL: No. Van a convivir siempre, el e-book no va a exterminar al libro de papel. El libro de papel es demasiado importante y, además, hoy en día hay mucha gente que trabaja delante de un ordenador, y no imagino a alguien delante de un ordenador, llegando a casa y leyendo en otro ordenador.

P: ¿Qué significan para ti tus lectores?
JLL: Todo, lo son todo. A ellos me debo. Siempre les agradeceré, esté en el nivel que esté, siempre les agradeceré que compren mi libro, que lo lean, que opinen de él, que por la calle, como me ha pasado, me saluden y me den la enhorabuena. Para mí, los lectores son todo. Sin ellos, no existiría. Ni yo ni las grandísimas editoriales.

P: ¿Cuáles son tus proyectos futuros?
JJL: La segunda parte de Renaissance, por supuesto, y tengo varios proyectos interesantes, porque además ahora, el haber publicado en una editorial como Dolmen me abre las puertas a muchas editoriales, claro.

P: ¿Crees que los autores veteranos acaparan el panorama y taponan a las nuevas generaciones?
JLL: Hay muchos que sí. Hay muchos que, además, viven de su nombre. Te pongo un ejemplo. Hay determinados autores que si escribiesen una guía de teléfonos, y en la portada pusiesen su nombre, se venderían doscientos mil ejemplares antes de que nadie se diese cuenta. Al autor hay que juzgarle por lo que escribe, no por lo que es. Yo puedo ser Ken Follet, y Ken Follet puede escribir una mierda de libro. De hecho, lo ha hecho. De hecho, lo normal es que lo haga.


P: Me gustaría hablar un poco de tu primera y última novela hasta la fecha, Renaissance, la caída de los hombres. ¿Qué hay de ti en ella?
JLL: Todos mis miedos, mis frustraciones. Cuando un personaje es valiente es porque, quizá, tú en la misma situación crees que no lo habrías sido. Hay un poco de ti, pero, sobre todo, de gente que conoces. Es algo involuntario, no es algo que tú quieras hacer, pero, evidentemente, nosotros somos nuestras experiencias, la gente que nos rodea, y al final tienen que salir.

P: Los infectados de tu novela no son los típicos zombies romerianos, lentos y torpes. ¿Tenías claro que querías escribir algo distinto, dentro del género Z, o fue surgiendo a medida que avanzabas?
JLL: Totalmente. Quería acabar con la idea del contagio, quería acabar con la muerte del individuo, con su comportamiento, longevidad de la especie, quería acabar con todo. Porque es una cosa que, en contra de lo que otros piensen, a mí me parece que siempre hay sitio para la innovación. Entonces, yo, para escribir lo mismo, me aburriría, y yo no soporto el aburrimiento. Entonces he querido echar abajo muchas puertas que estaban cerradas desde hace demasiado tiempo. Y, por lo que me dicen los lectores, que son realmente los que juzgan y los importantes, lo he conseguido y lo he hecho bien.

P: ¿Cómo te documentaste sobre uno de los grandes personajes de la novela, la propia ciudad de Nueva York?
JLL: La ciudad de Nueva York, bueno, la conozco de todas las películas, evidentemente. Soy un devorador, un cinéfilo convencido y que ejerce y Nueva York es una ciudad en la que creo que la ventaja que tiene es que no tienes que detenerte tanto a explicar como si fuera otra ciudad que no conoce todo el lector. La ciudad, Nueva York, en todas las historias en las que aparece, es un personaje más. Entonces creo que me ha ahorrado muchos esfuerzos, aunque no es justo que yo me tenga que ahorrar esfuerzos, pero los he podido dedicar a contar situaciones, que verdaderamente son las importantes.

P: ¿Y sobre todo el aspecto militar?
JLL: Yo leo muchísima literatura de batallas. Me interesa muchísimo, sobre todo el tema de la Segunda Guerra Mundial. Creo que he leído más libros que algunos profesores de universidad. Se ve reflejado, sobre todo, en las escenas de acción. He leído libros como “Guerra absoluta”, “El soldado olvidado”, “Bravo dos zero”, “Blackhawk derribado”, son libros increíbles todos ellos, no sabría decirte cuál es el mejor de todos, y todos ayudan, y eso se nota en la literatura. Yo… me gustan las armas. No me gusta el fin para el que se construyen, no quiero que nadie tenga armas pero, tecnológicamente, las admiro.

P: Un detalle a tener en cuenta en tu novela es la detallada información que das acerca del pasado de los personajes. De hecho, creo que lo haces con todos. ¿Tú consideras que eso es algo fundamental o que se debería hacer?
JLL: Yo creo que en las novelas corales, como es ésta, si no damos profundidad a los personajes, se convierten en una comparsa de gente que no importa, que sabes que van a morir uno detrás de otro. Por eso, muchas veces, hay películas, hay libros que están considerados como una obra imprescindible y no lo son realmente porque sabes quién va a morir y quién no va a morir desde el principio. En mi obra nadie sabe quién va a morir, todos los tienen su vida. Y además, con ese pasado que tú les otorgas, que yo les otorgo, justificas sus reacciones y sus decisiones. Es importantísimo. Hay muchísimas novelas y muchas películas que no entiendes por qué deciden ciertas cosas. Aquí, en mi novela, a poquito que conozcas al personaje lo vas a entender, por qué decide, si es más egoísta, si es menos, su pasado, en qué le influye. Creo que todo el mundo debería hacerlo.

P: ¿Crees posible que la raza humana sea, al final, causante de su propia extinción?
JJL: Es indudable que la raza humana va a ser causante de su propia extinción. Muchas veces nos equivocamos con “nos estamos cargando el planeta”. No, no, no. Nosotros somos apenas un virus en la corteza del planeta. No somos nada. El planeta, en cuanto quiera, se nos va a sacudir de encima, pero vamos a ser nosotros. De hecho, si el ser humano quiere llegar a otro planeta es por qué sabe que aquí tenemos las horas contadas, ya en este planeta. Sí, sí, somos un arma, y de las más peligrosas del universo.

P: ¿Quiénes han sido los que más te han apoyado?
JJL: Mi madre, que con sesenta años se leyó el libro y le encantó. Mi novia, que aguantó todas mis peroratas sobre el libro y “qué te parece esto” y “qué te parece lo otro”, y mi hermano, mi hermano José, que ha sido mi primer fan desde el principio, el primero que me ha criticado, y el primero que me ha dicho “esto está bien”, “esto está mal”, y ha sido una pieza fundamental desde el principio.

P: Una pregunta, esta me interesa a mí. En tu reseña biográfica de Renaissance, haces mención a tus orígenes humildes y a que no pudiste estudiar en la universidad. ¿Eso cómo te ha marcado como persona y como escritor?

JJL: Pues, como persona, creo que me ha dado una humildad que, de otra manera, no habría tenido. Yo… hay gente que se avergüenza de ser de origen humilde y yo, al contrario, yo nunca me avergonzaré… no puedo avergonzarme de ser pobre o ser humilde. Podría avergonzarme de ser rico y haberlo conseguido robando. De eso sí podría avergonzarme. Pero, supongo que los de abajo tenemos más conciencia, y cuidamos más los pequeños detalles y sabemos disfrutar más de la vida. Por eso, no me obsesiono con Renaissance, si vende mil o vende cien mil. Lo que venga lo aceptaré como venga y, además, seré consecuente con quién soy y, sobre todo, de dónde vengo.

P: Y para terminat, ¿cómo te ves en veinte años?
JJL: (Pausa) ¿Qué te parece si quedamos y lo comprobamos, dentro de 20 años?
Entrevistador: Si estamos por aquí, venga. Pues esto es todo, muchas gracias.

Nos despedimos de J. J. Lucas con un agradecimiento y un potente apretón de manos.

OS DEJAMOS A CONTINUACIÓN LOS ENLACES PARA CONSEGUIR SU NOVELA Y SU PÁGINA DE FACEBOOK

Facebook:

Páginas de venta del libro:


jueves, 5 de junio de 2014

ÁNGELA ( AITOR HERAS RODRÍGUEZ )


Nuestro nuevo colaborador es Aitor Heras Rodríguez, y como no podía ser de otra manera nos sentimos muy orgullosas de incorporarlo a esta familia pequeña pero fuerte y grande de espíritu, un Cuervo más para llenar vuestras noches tranquilas en perturbaciones mentales inexplicables.

Os hacemos una breve presentación del mismo, esperamos que disfrutéis del relato y acordaros de leer con la luz tenue, pues ahí es dónde más cómodo se siente el miedo…



"Aitor Heras nació en Madrid el uno de noviembre de 1979. Es licenciado en Filología Árabe por la Universidad Autónoma de Madrid. A los 18 años empieza a tocar la batería, actividad que compagina con la escritura. Actualmente es el batería de STORENGO,(http://reverbnation.com/storengo; https://www.facebook.com/Storengomusica?ref=ts&fref=ts),  grupo de rock de Fuencarral, en el que toca con su tío.


Vive con su mujer, Nicoleta, con la que se casó en 2011, en San Sebastián de los Reyes. Actualmente está escribiendo su primera novela, de género fantástico."




ÁNGELA

La cerradura giró cuatro veces. Después, el chasquido que indicaba que se podía entrar en casa. Ángela atravesó el umbral sorprendida por el silencio reinante. Por la hora que era, las niñas deberían estar haciendo los deberes. Martín, con toda seguridad, estaría en su estudio, desgranando en su ordenador portátil, tecla a tecla, su nueva novela.
Estaba cansada. El día había sido horrible. Uno de los pedidos más grandes de esa semana se había perdido en un naufragio en el Océano Índico. Hubo que buscar un proveedor de urgencia, que se comprometió a entregar cincuenta mil plumas estilográficas, previo pago de un más que generoso suplemento por la rapidez. Ese pedido era ya dinero perdido, aunque podría proporcionar un nuevo cliente, así que no era tan negativo.
Lo peor fue la crisis de nervios que padeció Florián, el gerente, la persona menos indicada para afrontar una o para sobrellevar la presión que exigía el cargo. Nadie lo comentaba, pero todos sabían que su nombramiento, al jubilarse su antecesor en el cargo, Conrado Iglesias, no tenía nada que ver con sus méritos o aptitudes para el puesto. Se debía sólo a su matrimonio con la hija de Conrado. El día que lo hicieron oficial, Ángela se acercó, estrechó su mano, le dio la enhorabuena y se fue al baño, en el que lloró durante largos y amargos minutos, hasta que acabó destrozando una papelera a patadas.
Lo primero que hizo fue prepararse un té negro, el cual adoraba por encima de todas las cosas. No importaba cómo hubiese ido el día, de qué humor se encontrase, si estaba triste o cansada, su té y sus besos a sus hijas y su marido eran rituales sagrados que no se dejaban de celebrar a diario por ninguna razón.
El calor de la bebida le reconfortó. El primer trago caldeó su cuerpo, helada como estaba. Tenía dentro de sí lo más crudo del invierno. El frío le había llegado hasta los huesos, pero la infusión y el chaquetón gris, que no se había quitado, le permitieron sacudirse el gélido abrazo que la había envuelto.
Dejó la taza en el fondo de la pila. Ángela colgó el chaquetón en el perchero que había a la entrada de su casa. Poco a poco fue notando como su temperatura corporal aumentaba, mientras dejaba su maletín en el lugar de siempre, a la derecha del sillón orejero en el que solía sentarse, ya fuese para leer, escuchar música o ver alguna película con Martín.
La tranquilidad que se respiraba, lejos de resultarle placentera o agradable, la desasosegaba por completo. No era normal que a esas horas no hubiese nadie en casa. Pudiera ser que su marido hubiese decidido salir con sus hijas, así que recorrió todas las habitaciones en busca de alguna nota que le hubiese podido dejar. Entró de nuevo en la inmensa cocina, en la que ya había estado, sin prestar atención. Miró en la isla central, pero allí no había ningún trozo de papel. Un somero vistazo por la encimera arrojó el mismo resultado. Pasó al salón. Los dos únicos lugares en los que Martín podría haber dejado algo para ella era la enorme mesa de comedor, justo al lado del  frutero de cristal o encima de la cómoda en la que guardaban la vajilla y la cubertería que usaban cuando venía algún invitado. Nada tampoco. No se le ocurrió dónde más podría buscar.
Decidió no darle importancia. Se asomó a la habitación de las niñas, en donde todo estaba como siempre. Las camas con sus edredones de Peter Pan la de Paula y de la Sirenita en la de Lucía. El escritorio rosa perfectamente ordenado. Sus pijamas doblados. Todo tal y como recordaba haberlo dejado por la mañana.
La puerta del despacho de Martín estaba abierta. Por el enorme ventanal se veía el cielo gris de diciembre. Sobre la madera, pulimentada a la perfección, del escritorio de caoba, el ordenador portátil de su marido descansaba cerrado en el centro geométrico del hermoso mueble, donde, aparte de la principal herramienta de trabajo de su marido, reposaban también un taco de folios en blanco, un bote con unos pocos bolígrafos negros, azules y rojos y una revista de historia. La silla permanecía alineada con la mesa, debajo de ésta, señal inequívoca de que la ausencia de Martín no era momentánea.
El tono plomizo del cielo daba un aire triste al día. Ángela quiso pensar que, aunque no era normal que su familia no estuviese en el momento en que llegaba del trabajo, tampoco era tan descabellado. Aunque trató de recordar algún día en que hubiese pasado lo mismo, sin conseguirlo.
Entonces decidió leer. La lectura era una actividad que siempre le había relajado. Se tumbó en la enorme cama que compartía con su marido desde hacía años y alargó el brazo hacia su mesilla, en donde reposaba un ejemplar en tapa dura del último libro de Paul Auster.
Le costaba concentrarse. No tanto por la preocupación que pudiese sentir, como por lo anormal de la situación. Las palabras se amontonaban en su cabeza, sin un principio o fin definidos, lo que le impedía dar sentido a las frases que leía. Al mismo tiempo, no entendía el por qué de su agitado estado de nervios, lo que la intranquilizaba aún más.
Respirando hondo varias veces, con el libro ya descansando en su regazo, llevó a cabo un auténtico ejercicio de voluntad para tratar de relajarse. Poco a poco, y no sin esfuerzo, su respiración se ralentizaba, y el intermitente pinchazo en las sienes que había empezado a sentir fue remitiendo. Acabó quedándose dormida, con las reflexiones de Paul Auster descansando sobre su pecho.

*  *  *

Ángela se despertó con lentitud. Le llevó unos segundos ser consciente de en qué lugar se encontraba, hasta que reconoció frente a sí la lámina enmarcada del Beato de Liébana. Se incorporó hasta quedar con la espalda apoyada en el cabecero de la cama. Mirando a través del ventanal pudo comprobar que el cielo invernal se  había despejado por completo, lo que permitía a la luna verter su resplandor plateado por el jardín. El centenario sauce llorón que crecía en él era como un espectro, con sus ramas mecidas por el viento.
Se esforzó para tratar de escuchar algún sonido, pero el silencio, espeso, denso, casi sólido, invadía toda la casa.
Se levantó sin preocuparse de volver a colocar los cojines sobre el colchón. Salió al pasillo sin encender la luz, era capaz de moverse completamente a oscuras. Tras recorrer todas las habitaciones, se dio cuenta de que estaba todo igual que cuando llegó. No había rastro alguno de su familia.
En el salón se acercó a su maletín, que seguía en el lugar en que lo había dejado. Lo abrió con pausa y sacó su teléfono móvil. Después de comprobar que no tenía llamadas ni mensajes, se sorprendió a sí misma pensando en que algún detalle de la pantalla era distinto. Ahí seguía la foto de Martín con sus hijas en un día de playa, con los iconos habituales superpuestos, la agenda, el organizador, todo. Aun así, sabía que algún sutil detalle era distinto, aunque no acertaba a comprender cuál podría ser.
Llamó a Martín. Al esperar que sonasen los tonos, lo que oyó en su lugar fue una locución indicando que el número marcado no estaba en servicio. Extrañada, pulsó de nuevo los dígitos, sólo para escuchar el mismo mensaje. Extrajo entonces de su maletín una pequeña agenda con las tapas de cuero, en la que había tenido la precaución de pasar una tarde apuntando todos los números. Comprobó el de Martín. Empezaba a dudar de su mente. Marcó de nuevo, concentrándose en cada tecla, para escuchar otra vez la frustrante voz grabada.
El nerviosismo empezó a adueñarse de ella en ese momento, agarrando su corazón con gélidos dedos de metal. Lo que era una incertidumbre dominada y manejable empezó a tornarse en aprensión, en una aceleración de la respiración, en un ligero temblor de las manos. Empezó a percibir la ausencia de su familia como algo extraño e inexplicable. Por primera vez en mucho tiempo no supo qué hacer,  quién recurrir. Sus suegros habían fallecido y Martín no tenía hermanos. Llamar a la policía era absurdo, sabía que le dirían que hasta que no hubiesen pasado veinticuatro horas desde la última vez que había visto a su marido e hijas, no harían nada.
La única conclusión a la que pudo llegar fue que les había pasado algo de camino a casa, volviendo de la escuela. Si así había sido, no había nada que pudiese hacer, salvo esperar.

*  *  *
Ángela estaba sentada en el sofá, agarrando con fuerza su teléfono, hasta el punto de que los nudillos se le habían tornado blancos. La luz de la luna seguía regando con su resplandor el espectral sauce llorón que se erguía en el jardín. Miraba por la ventana como el viento mecía las ramas del majestuoso árbol. Había conseguido calmarse un poco, frenar el temblor de sus manos, pero su cerebro seguía arrojando imágenes del monovolumen familiar volcado. O volcado y ardiendo. O ardiendo y estampado contra un árbol. Con su familia dentro, gritando de dolor mientras las llamas lamían sus ropas y su carne después. Sólo con un gran esfuerzo conseguía estar sentada. Hasta que la paciencia y el nerviosismo se apoderaron de ella. Caminaba en círculos por el salón, con el móvil en la mano. Llamó de nuevo a Martín, sólo para escuchar la misma voz femenina. Estaba contemplando la pantalla cuando se dio cuenta de qué había cambiado. Ahora que lo veía no lograba entender cómo no lo había visto antes. En el lugar en que debía aparecer la hora había un enorme vacío, en el que se veía un trocito del sol que iluminaba el paisaje que aparecía de fondo. Entró en el menú con rápidas y certeras pulsaciones de sus dedos, para configurar el reloj. Por más que buscó, no encontró la manera de hacerlo aparecer.
De repente necesitó saber qué hora era. Fue a la cocina, para mirarla en el microondas que estaba allí. O que debería haber estado. En su lugar, la encimera vacía y sucia, como si algo encima hubiese impedido limpiar ese trozo por mucho tiempo.
Fue en ese instante cuando empezó a dudar de su propia mente. Cuando empezó a preguntarse si no estaba volviéndose loca. Deseó, por encima de todo, que Martín estuviese con ella, para rodearla con sus brazos, para decirle que todo estaba bien, que no había nada por lo que preocuparse. El peso de la soledad la aplastó contra el suelo, al tiempo que las paredes se cerraban sobre ella, como una celda aprisiona a quien en ella entra por primera vez.
Ya no sabía qué hacer. Lo único que quedaba era irse a la cama, tratar de dormir, para que el nuevo día trajese noticias.
Al abrir la puerta de su dormitorio, tuvo que ahogar un grito en su garganta. Estaba vacío. La cama, la cómoda, la lámina del Beato de Liébana. Todo había desaparecido. En vez de ello, sólo había suciedad. En la pared se veían los cambios de color  que quedan al descolgar los cuadros. Las cortinas estaban desgarradas, manchadas de salpicaduras que, a la luz de la luna, eran negras.
Y las páginas de periódicos. Esparcidas por el suelo, alfombrando la habitación. Alguna enteras, otras rotas. Ángela no tardó mucho en darse cuenta de que formaban una espiral desde la puerta, que estaba en una esquina de la estancia, hasta el centro. Se agachó y cogió la primera. Sus ojos se abrieron como nunca en su vida, al tiempo que las fuerzas le abandonaron por completo, convirtiendo sus brazos, piernas y dedos en una masa gelatinosa y laxa. Recordaba a la perfección la foto de ella misma que estaba contemplando. Era de las vacaciones en Viena, el verano anterior. Una cálida sonrisa, sin llegar a ser plena, dibujaba en su rostro una expresión de comedida felicidad. No se dio cuenta pero, mirando la foto, se dibujó en su rostro la misma sonrisa. La cual se congeló cuando leyó el titular. “Un mes sin saber de Ángela”. La noticia informaba de que la policía llevaba casi cinco semanas buscando, sin éxito, a Ángela Díaz, de cuarenta y cinco años, desde que su marido hubiese denunciado su desaparición. En el momento de la publicación, el redactor indicaba que la última vez que alguien la había visto fue a la salida de su trabajo, en el centro de la ciudad.
Se quedó helada, mirando su propio rostro. No podía procesar la información que acababa de recibir. A pesar de ser una mujer preparada y acostumbrada a tratar con imprevistos en todas las facetas de su vida, su cerebro no estaba preparado para lo que acababa de leer.
La hoja resbaló entre sus dedos, para acabar a sus pies. Cayó del revés. Contempló entonces la larga espiral que conducía al centro geométrico de la habitación. Cogió otra al azar. La noticia era parecida a la que acababa de leer. Lo único que difería era el tiempo en que no habían sabido nada de ella. Según el texto, seguía sin haber indicios sobre su paradero. Todo ello debajo de la misma fotografía de su rostro.
Dejó de leer. Sus manos temblaban, mientras su psique trataba de encontrar una explicación lógica. O ilógica. No se le ocurría cómo todo eso podía ser cierto, si estaba en su casa en ese preciso instante.
Algo le llevó a coger otra hoja. A esta le faltaba la esquina inferior derecha. Debajo de la misma foto, la que ya empezaba a aborrecer, una crónica firmada por un tal Darío Durán hablaba del hallazgo de un cuerpo en avanzado estado de descomposición, escondido entre unos setos, al pie de una carretera, a pocos kilómetros de la casa en que, en ese momento, Ángela sentía derrumbarse todo su mundo. Según indicaba la noticia, había “indicios suficientes para pensar que el cuerpo pudiese pertenecer a Ángela Díaz, desaparecida hacía más de un año”.
Para algo así no estaba preparada. Nadie puede estarlo. Renunció a tratar de encontrar una explicación. Su mente fue ya un torbellino de emociones. Miedo. Negación. Ira. Dolor. Ni se planteó la posibilidad de que todo fuese un error. O una broma.
La luz, que provenía de una bombilla sucia, enrollada en un casquillo que colgaba del techo, comenzó a titilar. En los momentos de oscuridad, ésta era total, por lo que el movimiento se veía fragmentado, como los dibujos que se hacen en las esquinas sucesivas de una libreta, para darles una vida efímera.
La última página, en la que desembocaba la macabra espiral, la que marcaba el centro de la habitación, aguardaba. Parecía mirarla y desafiarla, retarla a desgranar su contenido de palabras sin explicación.
Ángela se sentó en el suelo. Tomó el pedazo de papel y lo dejó descansar en su regazo. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad empezó a leerla.
“... la autopsia confirmó que el cadáver encontrado en las afueras es el de Ángela Díaz, de cuarenta y cinco años en el momento de su desaparición. Concluye así una larga búsqueda policial, centrándose ahora la brigada asignada al caso en averiguar el móvil y autoría de la muerte de la mujer, la cual, por lo que ha trascendido, no se ha debido a causas naturales…”.

No lloró. No gritó. En vez de ello, una risa histérica y demente surgió de lo más profundo de su estómago, para rasgar el silencio. Se levantó, sujetando aún la hoja de periódico.

Fue al salón. Los muebles habían desaparecido, a excepción del sofá, en el que tantas noches ella y Martín habían compartido confidencias. Se sentó con la mirada perdida. Así permaneció largos minutos, tan llenos de vacío. Y fue entonces cuando lo vio. A cada lado de donde estaba sentada, una oscura mancha de color óxido decoraba los cojines, que una vez habían sido blancos y ahora estaban sucios. La sangre había caído por el respaldo del sofá, empezando donde habían estado las cabezas de sus hijas. Entonces se levantó, sólo para contemplar una mancha similar en el cojín en el que había estado sentada. Y se acordó de la primera novela de Martín. Se había llamado “Un disparo certero”. Y recordó la gráfica descripción que su marido había hecho del efecto de un disparo en una cabeza humana a medio metro de distancia. Y recordó cómo su marido le había confesado como había sobornado a un empleado del cementerio para que le dejase disparar en la cabeza a un mendigo sin identificar, que había muerto de frío, para comprobar lo que una bala hacía en un cráneo. Y recordó la pistola que había comprado. Y recordó.